martes, 22 de mayo de 2012

El Hombre Invisible


–Ya pueden entrar. Elijan sitio y siéntense, empezaremos en unos instantes –dijo la coordinadora del evento.

Él podía, y lo hizo con sumo gusto. Llevábamos un buen rato dando tumbos esperando a que abrieran la puerta, y esa espera, para una persona con edad ya lejana, era como mínimo una oda al suspiro y, como máximo, el más grande amigo de la agonía. Además, aquel hombre no parecía haber hecho deporte en su vida, cosa que se deducía de su manera torpe de moverse y, más claramente, en su gusto por comer latas de mejillones –cosa que hizo durante toda la espera-. Según leí en el periódico, un estudio había demostrado recientemente que la gente menos deportiva siente un gusto fetichista por los mejillones en escabeche, ya que estos se muestran vagos y cómodos durante toda su vida. El igual devora al igual. 

Una vez sentados, los organizadores pasaron lista a los asistentes. 

–Isaías –dijo uno, y aquél hombre levantó la mano agitándose en su asiento como un pez fuera del agua. Éramos participantes en un concurso de escritura, y eso siempre era motivo para temblar: extrañas miradas que toman asiento en mesas dispares, permanecen calladas y esperan que del barro del silencio nazca una historia digna de ser contada. Historias que Isaías guardaba a cal y canto, ocultas incluso para sí mismo.

Isaías eligió para la ocasión una camisa azul que asomaba bajo una chaqueta negra mal ajustada acompañada de un pantalón y zapatos muy elegantes del mismo color. Llevaba gafas, bien situadas, firmes contra el tabique –seguramente como atrezo, pues olvidaría ponérselas en los días y semanas siguientes–. El pelo cano, por otro lado escaso, se alzaba enmarañado como serpientes hambrientas de un peine.

–Ya pueden empezar. Suerte –concluyó a voz en cuello la coordinadora tras dar a conocer el tema al que se ceñirían todas las obras. “Contigo en la distancia” fue el material elegido para que todos diéramos forma a nuestras novelas. No teníamos tiempo límite para redactarlas–las buenas novelas no lo tienen–, y el propio concurso nos daba un lugar donde alimentarnos de sueño y comida, pudiendo acceder a la sala de escritura en cualquier momento, respetando el ritmo que cada uno tuviera.

Enseguida se desenfundaron plumas, bolígrafos y demás –no se permitían máquinas de escribir ni ordenadores–, algunas  manos danzaron nerviosas alrededor de cabezas que rascaban en busca de ideas. Yo aproveché para observar sus reacciones. Isaías cerró los ojos y se metió el dedo pulgar en la boca como un bebé. Como supe más adelante, a Isaías, que le encantaba escribir, le gustaba dedicar gran parte de ese tiempo en inventar nuevos gestos rituales para invocar a sus musas. Algo que ni él mismo sabía, más allá de cualquier razón consciente, era el por qué tenía una extrema fijación con que,  en todas sus historias, se hiciera referencia o saliera manifiestamente su perro Mel. Su antiguo perro más bien, pues murió cuando Isaías apenas contaba 8 años. En aquella época, vivía en una finca apartada en un pueblo de los alrededores de Valladolid. Por curioso que parezca, apenas  sí jugaba con el perro o le prestaba atención. El recuerdo de aquellos años que más vívidamente aparecía en su memoria fue el del día en que tuvo que cavar junto a su padre la tumba de Mel mientras su madre preparaba una rica tarta de arándanos cuyo olor se mezcló impúdicamente con el del trágico momento.

Pasaron días y semanas sin que Isaías hablara con ningún otro participante. Escribía y escribía hasta que se tornaba ceniciento. La única vez que habló, aunque mis compañeros no estén de acuerdo conmigo, fue mientras estornudó. Dijo algo como: “¡Así sí!”.

Una semana a Isaías se le ocurrió practicar un nuevo ritual de invocación de historias presentándose en la  sala de escritura completamente desnudo. No comía nada bien y había adelgazado bastante desde que llegó–casi todos los días se saltaba alguna comida–. Pese a todas sus rarezas,  los amigos que hice durante los meses del concurso, –más bien conocidos–, no le prestaban la más mínima atención, estaban tan concentrados en crear una historia innovadora que no se daban cuenta de que tenían una delante de sus narices –narices demasiado grandes al parecer, porque les impedía verlo–.

Yo fui el único espectador privilegiado de las hazañas de Isaías hasta el momento en que terminaron. Sucedió uno de esos días que pasan sin dar explicaciones a nadie. Isaías estaba escribiendo en su gran mesa, que había compartido en un principio con otras personas –pues los sitios no sobraban–, hasta que su piel declaró su afición a sudar en exceso cada vez que se concentraba. Dejó la desgastada pluma a un lado, apoyo la cabeza en su taco de folios, y allí quedó, silencioso hasta en su propia muerte. Nadie se dio cuenta, excepto yo. Avisé a los coordinadores, pero se negaron a moverle, Isaías no tenía familia que reclamarlo y se les ocurrió usarlo para dar publicidad al concurso. Allí siguió. Fue una anécdota curiosa durante un tiempo, pero no ayudó a promocionar el evento, y aún así no le movieron. Pasó un tiempo y el concurso desapareció, y como nadie se quería hacer cargo de Isaías, allí sigue, ahora en un edificio abandonado, como una pieza olvidada del museo de los tiempos mejores. Yo voy de vez en cuando para evitar que se marchite –dejaron de tratar su piel cuando se fueron–. 

Al cabo de un tiempo también dejó de interesar su obra inacabada, así que la adquirí y la leí. Para sorpresa mía he de confesar que no me gustó nada. Isaías escribía fatal, salvándose sólo los extraordinarios fragmentos en los que aparecía su perro Mel. Ahora sé que perdió algo más importante de lo que nunca imagino al morir su perro. Su visibilidad.