viernes, 30 de marzo de 2012

Capítulo II


Sentados al calor del  fuego devoraba sardinas envueltas en brillantes latas.

−  ¿Cómo te ha ido la última semana? –me preguntó.

El bidón despedía rollos de humo que serpenteaban en la verticalidad de la fría noche. El sonido del crepitar lleno la mirada del compañero que esperaba mi respuesta de pie, impoluto, al otro lado de la llama. 

−  Te dije que no volvieras. No necesito tu ayuda-. Continué mascando la sardina-. ¿Qué hora es?
El joven danzó con los huesudos dedos alrededor de su estómago, luego sacó  el reloj de bolsillo del interior de su chaqueta.  Me lo mostró sin dejar de escrutarme. 

−  Ya es tarde- dije-, te tienes que ir en 10 minutos o no llegarás- yo no sabía a dónde, pero él lo decía siempre que venía a verme.

−  Exacto, o no llegaré.- torció la boca en una extraña mueca, como enfundándose las palabras, y se guardó el reloj ejecutando de nuevo la danza.

Carraspeó, bajo la mirada y escribió algo en un papel. Luego alzó la caja que protegía entre sus pies y la abrió ante mí.

−  Hoy te traigo un traje tweed.  Creo que te vendrá muy bien. Defectos: es un traje muy pesado y pasado de moda. Virtudes: es de un material tupido. Muy útil para calentar el cuerpo a bajas temperaturas. Su color marrón verdoso hará juego con tus ojos. Además huele a trufas porque alguna vez me lo puse para cocinar. -dejó escapar una sonrisa extravagante que cortó el denso y apacible espíritu del callejón.

Sacó el traje y lo tendió ante mí como lo llevaba haciendo semanas, desde la afortunada  y delirante noche en la que por fin le descubrí,-antes prefería ponérmelos mientras dormía, como un cirujano del buen gusto-.  Desde entonces venía a verme de vez en cuando, me traía alguno de sus obsequiosos regalos, charlábamos un rato –él preguntaba, yo me negaba a responder-, y se iba tras una hora acuciado por las prisas de llegar a “ese lugar” que tan nervioso le ponía. Pero esa noche le notaba diferente, o puede que no, me era imposible saberlo, no le conocía tanto como él parecía conocerme a mí. Me trataba con la mesura y empeño del último giro de taza antes de cogerla por el asa y llevar el café o lo que fuera a los labios.

− ¿Me vas a decir hoy cómo te llamas?- nada, no hubo respuesta-. Debes agradecerme que no te reventara el cráneo aquella noche. Habría estado en mi derecho de hacerlo, porque la calle es mi casa y tú entraste en ella sin permiso. Te habría aplastado la cabeza, aunque la  cuides con mil cremas para exponer en la vitrina de un museo.

−Está bien –respondió inmutable. De nada servían las amenazas, intentara lo que intentara y le dijera lo que le dijera él siempre volvía a reunirse conmigo-. ¿Puedo?- añadió frotándose las manos nudosas en acto de oración-.

−No, hoy no-. Alzó la mirada como si escuchara el eco de las palabras escondido entre los pliegues de mi garganta, saboreando algo diferente de lo que realmente había dicho. No pareció importarle. 
En ocasiones me pedía permiso, con mi consentimiento esta vez, para recortarme y lavar pelo y barba.

−Cuéntame algo sobre tí-insistí- No tienes nada más que un traje muy limpio y sin arrugas –y así era-. Debes vivir bien. Yo hace tiempo me vestía como tú.

− ¿Sí? –me interrumpió. 

−  Sí, iba de aquí para allá con la lengua fuera en busca de un minuto que perder. Ahora me dedico a contemplar como los demás los malgastan.

El joven sacó el reloj de bolsillo –con su correspondiente ritual-.Miró la hora durante unos instantes.

−Ahora-dijo al cabo-. Encantado. Hasta pronto.- Me estrechó la mano, cogió su maletín, se dió la vuelta y echó a andar en la oscuridad sin perder un segundo-.

Yo me quedé en mi callejón, un solitario cuello de botella como dueño de la noche, disfrutando un silencio que él me había robado en parte al irse. Alcé el traje nuevo que me había entregado. Me gustaba más que los anteriores, tenía ese aspecto rutilante y desastrado del viajante centenario cuya vida es pura energía en éxtasis. Me lo probé, me observé en un  sucio espejo que tenía, un pequeño trozo de cristal roto que el mundo me había reservado. El tweed me quedaba realmente bien visto en ese reflejo, y aquel instante parecía cierto como el fuego que las apariencias encauzan la realidad. Me contoneé recordando mi vida pasada, y en uno de estos giros un papel calló al suelo desde un pequeño bolsillito interno. Era una entrada para una obra de teatro que tenía lugar esa misma noche. En el reverso había escrito: “Te espero a la entrada de tu callejón”. Salí del callejón y ahí estaba, apoyado en una farola y tieso como un poste eléctrico.

− ¿Nos vamos?-dijo sonriente.

Miré hacia mi oscuro callejón, mi mansión de cartón, el trastornado fuego... No había nadie, hacía tiempo que no hablaba con mis compañeros. Ahora sólo me hablaba con aquel joven hombre.

−Claro-. Respondí una vez volví en mí.

−Adelante. Te sienta muy bien el traje- añadió mostrándome en otra de las danzas ejecutadas por sus brazos el camino a seguir, como si estuviera abriendo dos enormes portones para los que yo no tenía la llave-. Puedes llamarme Godot -afirmó con sequedad. Nos alejamos entre luces y sombras. Y ese fue nuestro comienzo.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Capítulo I


Si alguna vez en esta vida fui hombre, fue hace ya largo tiempo, cuando aún me alojaba en su vientre. Si alguna vez tuve hogar, hoy no existe espejo en mi memoria capaz de reflejarlo. Si la vida tiene una unidad de medida,  la rebasé en abismos de incertidumbre. Regalé su guía de segundos y me lancé al bullir del mundo.

Vivo en la calle, dicho de otro modo, y mi amanecer sabe a vodka y ceniza, pero sigue levantando este anciano cuerpo todas las mañanas como un girasol. Me conozco las calles como si fueran las venas de un gigante. Si eso fuera así, mi papel sería el de uno de esos obreros del cuerpo que han perdido el oxígeno y lo tiene que limosnear para que las autoridades no le acusen de ser su bacteria. Me llaman “El Papa Noel loco”, porque me parezco a él y porque debo estar loco si siendo Papa Noel he acabado así. Mis comienzos en las calles estuvieron acompañados de una soledad extrema, pero al cabo de no mucho tiempo acabé conociendo a todos los demás compatriotas. Gente sin suelo que definir o que les defina. Es como pertenecer a una gran familia disfuncional. No nos une la vida, nos une la supervivencia.

Ahora mismo no me hablo con nadie. Hace unos cuantos días que despierto envuelto en una ropa que no es mía ¡Incluso me han recortado la barba! Les he preguntado a mis camaradas y nadie sabe nada, solo ríen y siguen bebiendo. He probado a dormir escondido,  cubierto por tantos cartones que amenazaban con sepultarme, pero al despertarme no tardé en darme cuenta del olor a jabón y pasta de dientes que agitaban mi piel y encías. ¡Cómo no me he podido despertar! Bebí whisky, pero no tanto como para sudarlo. Alguien me la está jugando. 

Cada mañana es más extranjera que la anterior. Me asean, me cambian de ropa, e incluso me despierto con libros sobre mi árido vientre. Todos libros de autoayuda. El primero se titulaba “De cómo hacerse amigo de uno mismo”. Lo usé para encender un fuego, así estuve caliente, feliz, y, por lo tanto,  cumplí las premisas del libro. Lástima que a la mañana siguiente me levanté con otro ejemplar de cómo bla bla de la sonrisa y no sé qué para no saltar. Los que no quemo los vendo y me saco un dinero para poder seguir caminando sin arrastrar los pies. No me gusta nada −creo desde el nacimiento­−,  que la gente arrastre los pies, les hacen parecer semillas perdidas dirigidas por las corrientes de la ciudad. Hay que hacerse con cada paso, con las riendas del vaivén de nuestra vida, sin dejar de estar atento al sonido de Eso que se esconde tras ella. Al menos es lo que creo yo. Por eso esta tarde, gracias al dinero del último libro y un poco más que tenía de sus ventas, he comprado un buen surtido de chinchetas, cinta de embalaje y tablas de madera.  Voy a preparar una trampa de guardería para esta noche. Al alba, espero que el pardo sol esté eclipsado por la silueta del culpable.