lunes, 23 de enero de 2012

Hasta que la casualidad nos alcance





Un hombre entra con pies ligeros en los camerinos de un teatro. Pisadas de nube. Sonidos de silencio. “Quedan cinco minutos” susurra al vacío humano que le rodea. Se sitúa ante un espejo. Muere mentalmente por un instante. Queda estático, inamovible. Sus líneas comienzan a hacer mella en el espejo, como el revelado de una vieja foto. Suenan aplausos al fondo. Resucita. Saca maquillaje y barra de labios. Se pinta en blanco y negro. Involuciona al celuloide en cada pincelada. Vuelve a los clásicos. Elimina color allí donde una vez lo hubo. Rostro blanco, labios negros, el mismo color que flanquea sus ojos. La lágrima la lleva por dentro. Mira el reloj de bolsillo: “queda un minuto”, le dice. Agita su cabeza, calienta su mandíbula. Se mira fijamente en el espejo. Queda una pequeña isla sin pintar. Lo arregla. Vuelve a mirarse. Ya no es un hombre. Ahora es Pierrot…


Vuelven a oírse aplausos. Pierrot alza el cuello y corre hacia ellos. Es su momento. De camino esquiva hombres que son como murallas. Le asedia un mismo miedo nacido en distintas miradas. Nadie le conoce, pero ya no pueden detenerle… Los aplausos aún no han terminado cuando logra asaltar el escenario. Se ve rodeado de personajes muertos en cuerpos de actores que saludan. Las manos de Público dejan de aplaudir, sus miradas le eligen a él. Pierrot se ha convertido en silencio, el nuevo drama. “Me llamo Pierrot, y he perdido mi apellido. Es Lunaire, ¿no lo habrán visto por casualidad?”, expone cortésmente al roce de penumbras en las butacas. La respuesta llega tras un largo silencio: Una mano colosal que le arranca de los brazos de su épica búsqueda. Eterna búsqueda de su amado apellido… La mano le hecha del escenario y del teatro. Vuelve a la cuna mundo… Queda tieso a unos metros del dorado portón de entrada. Espera a que la gente salga. Gargantas que puedan componer la respuesta que busca.


El portón se abre. Se le acercan tres inocentes palabras en boca de un niño que huye de su madre: “¿Quién es Lunaire?”, le pregunta. Pierrot le mira y sonríe apenas dos chispas de tiempo antes de que las maternales manos le roben sus oídos. “No lo sé… Nunca la he visto”, responde al cuello de sus zapatos... Público se desvanece fundiéndose con la niebla condensada, como espectros volviendo a sus desastradas cajas de pino. Esta noche tampoco ha habido respuesta... Entre la densa niebla se distinguen la figura y destellos de la Luna con borrosa claridad. Pierrot vuelve a esconderse en su callejón… Su búsqueda aún no ha terminado… La búsqueda es su camino…

viernes, 13 de enero de 2012

A espaldas del lenguaje

Encogido de hombros, de Big Bang plagada está su espalda. Restos de versos libres sobrecargando la bolsa de aquél que transporta el lenguaje. Hablo del creador del lenguaje. Aquél que muestra hasta cierto punto. Del mucho antes y del quizás cualquiera que ordenó que alguien pudiera escribir estas líneas. La carga se hace pesada, y no duda en ultrajar la planta de sus pies avinagrados. Arrastra su larga lengua por el suelo, lánguida, reseca y sin vida. No hay quejumbroso que valga. Este ser no siente todavía, porque no tiene lenguaje para expresarlo. ¿O sí?


El mentón descosido a fuerza de tanto restregarlo por el silencio. Camina dando pasos cortos, pataletas de corto sastre. Se cruza con dedos de espuma y las hace llamar nubes. Otra palabra, otro peso para su inquebrantable espalda. Otra medalla para su ego. El Ser sigue andando, tiene sed y se bebe un trago de saciedad, palabra que guarda en su mochila. Le es fácil sobrevivir. No sabe lo que es vivir. Alguien rasga el cuello del universo, sangran agujeros negros coloreando su sistema nervioso. Se agita lo más mínimo, escapándosele apenas dos palabras: Vida y Muerte, que caen en un rellano del universo con mayúscula impresa. Planeta que carecía de toda cuestión o respuesta. Las palabras bien intencionadas comienzan a acostarse con el ajeno e imberbe sentimiento de culpa. El hombre, de palabras cargado, lo celebra. El Ser toca tambores al son del alba: Colores no descubiertos. Razones predispuestas al fracaso. Frutas que son raíces de un árbol que es mortaja... Viva la revolución de la sin razón. Se crea un siglo y el cambio es encerrado en jaulas intrascendentes, efímeras. Los hombres aluden a sus drogas para mecerlo sobre el pecho del desfiladero. Si existe algo, ese algo vive y muere todos los días. El dónde no importa. Sólo los destellos que son fulgor de ojos enclaustrados. Sólo aquel que por asociación crea su esperanza... Esto no lo inventé yo, sólo lo mastiqué en el proceso: Del no hablar al mascullar, del mascullar al creer entender, masticar, regurgitar, volver a masticar, etc. para, finalmente, silbar…

(Trovador en penumbra. De alguna manera sólo se le iluminan los pies, el laúd, y la pluma de su sombrero)

TROVADOR: (Cantando y danzando)

Oda al hombre y su Siglo


Saltimbanqui sin deseos, de día trasquila ovejas,

pero las ovejas no gritan, ni entienden,

de noche afila sus cuchillos,

por una vela iluminado,

cree vivir en el siglo trece,

y la mujer no tiene alma,

y el hombre la vende,

para pintar con sus afilados pinceles,

los rostros de las Venus que no le son fieles.

Tiene un don para enmarcar ojos,

cuadros de segundos que decoran su mente,

inviernos en su última llama,

“Ojos, hogar del deseo, dejadme continuar”, susurra al tímpano del mundo.

El hombre se levanta esperando la noche,

no puede pensar en nada más,

oye aplausos en cada esquina,

vítores de placer en cada corte de su vida.

el hombre encanece,

y aún cree vivir en el Siglo Trece,

y quiere que le quemen en la hoguera,

pero el joven mundo pasaba por allí,

cargado de inocencia y oídos que no supieron escuchar,

y ahora el hombre desea morir todos los días,

lo quiere todo y no sabe lo que quiere,

porque el mundo le regaló su deseo.


(El Trovador deja de danzar. Permanece inmóvil hasta que todo se convierte en polvo. El público y él. Todo menos su laúd...)