lunes, 1 de octubre de 2012

Capítulo III



Seguí a Godot por las calles oxidadas hasta el Gran Teatro del Sol en el centro. Mi traje de tweed crujía sus primeros pasos, era nuevo y se notaba. A la entrada nos estaba esperando otro hombre de mediana edad y una mujer. El hombre lucía un peinado brillante, relamido hacia un lado, como de cera. Todo en él parecía elegante hasta que sonrío al vernos. “Es uno de los míos”, pensé al ver su dentadura. La mujer era preciosa, y lucía un traje blanco como de cisne. Godot se acercó a saludarles.

-Te presento a Uve y Lana. Este es Ese- dijo señalándome. El tal Uve me hizo una reverencia de manual. 

-Encantado- respondí. 

-Hora de entrar –dijo Uve enfilado con decisión hacia la entrada del teatro.

-No, aún no-Godot le interrumpió el paso con un brazo y sacó su reloj de bolsillo con el otro.

-¿A qué hora empieza?

-Shhhh, silencio-me espetó Lana. La cara de Godot se torció levemente en una mueca.

-Ahora- dijo guardando su reloj, y entramos. 

Lana se agarró al brazo de Godot y yo entré al lado de Uve.

-¿Vives en la calle?- me susurró Uve

-Sí.

-Yo también.

-¿Desde hace cuánto le conoces?

- Eso para después o al viejo le dará un ataque- dijo mirando hacia otro lado.

La obra que mostraron esa noche estaba en francés con sobretítulos, pero no tuve ánimo de leerlos. Dos hombres compartían escenario con un árbol y se pasaban andando de aquí para allá haciendo pantomimas y extravagancias. Era más interesante mirar alrededor. Nadie movía un músculo, estaban hipnotizados, rodeados de luces y mosaicos decorando paredes hechas para nadie. “Así que este es uno de esos sitios donde la gente corriente se esconde de nosotros”, pensé. Nunca me gustó ir al teatro.

Al terminar la obra fuimos a un café cercano, Godot se sentó en mitad de nosotros cortando el flujo de cabezas con su sombrero. Nos invitó a todo lo que quisimos pagando con unos billetes bien planchados.

- ¿Qué habéis visto?-le dijo a su café recién servido.

Silencio de neuronas.

- Una obra de teatro sobre dos personas que esperan que alguien llegué- dijo Lana.

- Que alguien les encuentre -puntualizó Godot.

- Sí…y que ese alguien va a ayudarles.

- Va a salvarles. 

- Pero nunca llega. 

- Pero en la obra no llega, no.     

- Un móvil y todo solucionado. –interrupió Uve con desdén.

Godot carraspea con la mirada. Y sigue.

- ¿Por qué no se van?-me señala con un dedo corazón que tiembla.

- ¿Quiénes? –respondo en plena confusión.

- Los personajes de la obra. Los que esperan ayuda -aclara Lana.

- No sé…supongo que no tienen adonde ir.

- ¿Eso crees?-Godot asoma una mueca.

- Sí-respondo asintiendo.

- ¿Y a que sitio deberían ir?-Lana esta apunto de iniciar una respuesta pero Godot la frena-. Deja que responda el nuevo sujeto.

- No lo sé. Quizás estén bien donde están, no molestan a nadie.-La respuesta se ve viciada por un pensamiento ¿Por qué me ha llamado sujeto? Pero no me atrevo a preguntar. A pesar de su aspecto frágil hay algo en su voz que atrapa mi firmeza.

- O puede que él también les esté esperando a ellos en un lugar parecido.- El comentario de Lana pasó como una mosca en mitad de nuestra conversación. 

Godot alza el cuello con las manos en posición de rezo. Me fijo que le falta un trozo de dedo índice, “la falange distal”, sabré más tarde. Permanece inmóvil un tiempo. Creo que está pensando pero me doy cuenta de que está mirando un reloj de pared que está justo enfrente. Tic, tac, tic tac, tic…

- Hora de irnos- y se levanta en un parpadeo. Lana le coloca un abrigo por encima. Uve también se levanta-. ¡No, tú no! Esta noche te quedarás con él. 

- ¿Debido a qué viejo?

- Has hecho méritos para ello -le responde Lana al tiempo que agarra del brazo a Godot.
- Quiero ir a casa, tengo cosas que hacer.-espeta Uve, más como disculpa que como imperativo.
Godot alza la mano como un fascista y mata la discusión.
- Mañana quiero verle a las 11:00 en el edificio Sky, décimosegunda planta, puerta H. No se retrase –saca su reloj de bolsillo. Luego mira el de pared de la cafetería. Una tensión momentánea arremete contra su cuello- Lo suponía.-dice a modo de despedida mientras sale del lugar junto a Lana. 

-¿Qué es todo esto?-pienso con los ecos más lejanos.

Uve súelta una risotada y pide un par de copas.

-Sin duda un incentivo para una vida como la nuestra. Tengo algo de dinero del viejo. Relájate, todos pasamos por esto. La noche será corta si das tragos bien largos -dice antes de regar su gaznate con la mitad del contenido de su copa.

Bajo la mirada y veo en el reflejo del cristal de la mía un hombre deformado con traje de tweed, ya sudado por cierto, rodeado de brillantes luces que acrecientan su silencio, espaldas muy erguidas, manos bailarinas y discursos barnizados. Algo no encajaba. Y estaba claro que ese algo era yo. 

Será una noche larga.

viernes, 22 de junio de 2012

El Mosquito


James Kirk: (Tumbado en el suelo, con un golpe en la cabeza. Se levanta, se limpia un poco el polvo, que aún queda y le cubre todo el cuerpo. Mira a su alrededor) ¿Dónde estoy? ¡Qué prisión es esta! No recuerdo como he llegado aquí. No recuerdo… haber nacido… (Se rasca la herida) Sangre…pero, no hay golpe de donde provenga, no debe ser mía… (La huele, la saborea) O sí… Me recuerdan a… le conocí en…no lo recuerdo…en algún sitio y…sí, en algún sitio, y recuerdo que iba vestido y hablaba y esas cosas que hacemos. Su vientre olía a cerezas, y su pelo era un lecho de hojas húmedas. Pero no recuerdo su cara… Su mirada centelleaba y la cubría con luz que ahora el tiempo oscurece… ¡Qué desgracia dar voz a palabras que terminan en oídos huecos! Pero, ¿y si…? Sí consiguiera una hoja con sabor a cereza, ¿qué diferencia habría? Toda a la vista y ninguna en mi mente… Entonces, ¿qué somos? Olas que con sus embates dibujan sus almas con espuma en la roca. Espuma que se pierde y deja intacta la piedra… (Ataque de tos. Se huele la mano) Yo…sí…fui yo a quien creí conocer hace tiempo…Y yo el que soy hoja y cerezas…Ya estoy cansado de hablar…Y aún apenas he empezado. Todas las acciones llevadas a cabo me han llevado a este momento, y ni siquiera recuerdo lo que he hecho. ¡Sí!, espera…olía a cerezas y... ¿Quién? Ya no lo recuerdo… ¡Ah sí! Queréis historias que descorchar y celebrar. ¡Fijaros en las vuestras!  ¡Dejadme en paz! (Silencio) ¿Escucháis? Tenéis historias que bombean sangre. Yo quiero estar donde estáis vosotros. Aquí sólo os sirvo, pero os quiero compartir. Uno se siente muy solo en este lado. (Se limpia un poco más el polvo) Acumulo polvo y ni siquiera me doy cuenta, como un mueble viejo sin anticuario. Acumulo tiempo… El tiempo… ¡El tiempo es nuestro común océano, sí! Y… ¿qué más compartimos? El inicio, y el final. Pero yo quiero más. ¡Quiero salir de aquí! (Sale. Pausa. Vuelve a entrar) No aplaudan, aún no les he dicho nada. Y algunos de ustedes ni siquiera me estaban escuchando. ¡A qué esperan para marcharse! ¡No voy a contarles nada! ¡Váyanse! (Se queda de pie, con los brazos cruzados, mira su reloj. Luego al público) Sí, lo he sacado de por ahí, estaba en el suelo. O no, espera, eso no tiene emoción, esperen…menos emoción aun…Me cayó del cielo, ¿les vale? ¿No, verdad? Pueden irse entonces… (Vuelve a esperar) Usted (señalando a alguien entre el público) ¿Cómo se sentiría si le obligaran a compartir su vida ante tanta gente? Y sí, he dicho obligar (mira al cielo. Vuelve a mirar a la persona entre el público) Veamos... Usted es persona, pero no sé si humano, se ha colado aquí porque estaba persiguiendo a esa señora (señalándola), pero no por su belleza o su color de mandarina, sino por afición, por desconocimiento. Le gusta perseguir a gente durante un rato y luego irse a casa a tomarse una sopa bien fría. Les deja objetos en el suelo, un reloj en este caso (cogiendo la muñeca de la señora) Mucho gusto (sonríe) Y en el mío (señalando su reloj). El que lo coja del suelo, es, a su parecer, el elegido. Al cabo de un rato de paseo, o si le descubren, decide pedírselo de vuelta justificando la persecución por su timidez a preguntar.  El problema que tiene usted ahora es que yo encontré su objeto y no estoy dispuesto a devolvérselo. (El hombre de entre el Público reacciona nervioso). ¿Me he equivocado en algo? (El Hombre niega con la cabeza) Por suerte y por desgracia, somos animáles de hábitos, y usted de rituales. No puede volver a casa sin completar el ritual, así que me temo que vamos a tener que compartir escenario e historia.  ¿Puede decirme su nombre?


Hombre: (nervioso) James Kirk


James Kirk: De ahora en adelante, yo también seré James Kirk. Pasa. Pasa sin miedo. (El hombre sale de entre el público y se acerca a él). Puedes echarte donde quieras, hay suelo de sobra para los dos. Solo una mala noticia. Comida y bebida no hay, yo no la necesito, me alimento de historias. Compartiremos tiempo hasta que aguantes. Pero hoy no, necesito dormir, en eso aún nos parecemos. (De camino a la salida se da la vuelta). Puedes estar orgulloso, has sido elegido (muestra el reloj y le da unos toquecitos con el dedo índice. Sonríe y se va).


(El hombre queda congelado en el escenario, mirando hacia el público, con ojos encerrados, mandíbula apretada y atrapado por su propia trampa)

martes, 22 de mayo de 2012

El Hombre Invisible


–Ya pueden entrar. Elijan sitio y siéntense, empezaremos en unos instantes –dijo la coordinadora del evento.

Él podía, y lo hizo con sumo gusto. Llevábamos un buen rato dando tumbos esperando a que abrieran la puerta, y esa espera, para una persona con edad ya lejana, era como mínimo una oda al suspiro y, como máximo, el más grande amigo de la agonía. Además, aquel hombre no parecía haber hecho deporte en su vida, cosa que se deducía de su manera torpe de moverse y, más claramente, en su gusto por comer latas de mejillones –cosa que hizo durante toda la espera-. Según leí en el periódico, un estudio había demostrado recientemente que la gente menos deportiva siente un gusto fetichista por los mejillones en escabeche, ya que estos se muestran vagos y cómodos durante toda su vida. El igual devora al igual. 

Una vez sentados, los organizadores pasaron lista a los asistentes. 

–Isaías –dijo uno, y aquél hombre levantó la mano agitándose en su asiento como un pez fuera del agua. Éramos participantes en un concurso de escritura, y eso siempre era motivo para temblar: extrañas miradas que toman asiento en mesas dispares, permanecen calladas y esperan que del barro del silencio nazca una historia digna de ser contada. Historias que Isaías guardaba a cal y canto, ocultas incluso para sí mismo.

Isaías eligió para la ocasión una camisa azul que asomaba bajo una chaqueta negra mal ajustada acompañada de un pantalón y zapatos muy elegantes del mismo color. Llevaba gafas, bien situadas, firmes contra el tabique –seguramente como atrezo, pues olvidaría ponérselas en los días y semanas siguientes–. El pelo cano, por otro lado escaso, se alzaba enmarañado como serpientes hambrientas de un peine.

–Ya pueden empezar. Suerte –concluyó a voz en cuello la coordinadora tras dar a conocer el tema al que se ceñirían todas las obras. “Contigo en la distancia” fue el material elegido para que todos diéramos forma a nuestras novelas. No teníamos tiempo límite para redactarlas–las buenas novelas no lo tienen–, y el propio concurso nos daba un lugar donde alimentarnos de sueño y comida, pudiendo acceder a la sala de escritura en cualquier momento, respetando el ritmo que cada uno tuviera.

Enseguida se desenfundaron plumas, bolígrafos y demás –no se permitían máquinas de escribir ni ordenadores–, algunas  manos danzaron nerviosas alrededor de cabezas que rascaban en busca de ideas. Yo aproveché para observar sus reacciones. Isaías cerró los ojos y se metió el dedo pulgar en la boca como un bebé. Como supe más adelante, a Isaías, que le encantaba escribir, le gustaba dedicar gran parte de ese tiempo en inventar nuevos gestos rituales para invocar a sus musas. Algo que ni él mismo sabía, más allá de cualquier razón consciente, era el por qué tenía una extrema fijación con que,  en todas sus historias, se hiciera referencia o saliera manifiestamente su perro Mel. Su antiguo perro más bien, pues murió cuando Isaías apenas contaba 8 años. En aquella época, vivía en una finca apartada en un pueblo de los alrededores de Valladolid. Por curioso que parezca, apenas  sí jugaba con el perro o le prestaba atención. El recuerdo de aquellos años que más vívidamente aparecía en su memoria fue el del día en que tuvo que cavar junto a su padre la tumba de Mel mientras su madre preparaba una rica tarta de arándanos cuyo olor se mezcló impúdicamente con el del trágico momento.

Pasaron días y semanas sin que Isaías hablara con ningún otro participante. Escribía y escribía hasta que se tornaba ceniciento. La única vez que habló, aunque mis compañeros no estén de acuerdo conmigo, fue mientras estornudó. Dijo algo como: “¡Así sí!”.

Una semana a Isaías se le ocurrió practicar un nuevo ritual de invocación de historias presentándose en la  sala de escritura completamente desnudo. No comía nada bien y había adelgazado bastante desde que llegó–casi todos los días se saltaba alguna comida–. Pese a todas sus rarezas,  los amigos que hice durante los meses del concurso, –más bien conocidos–, no le prestaban la más mínima atención, estaban tan concentrados en crear una historia innovadora que no se daban cuenta de que tenían una delante de sus narices –narices demasiado grandes al parecer, porque les impedía verlo–.

Yo fui el único espectador privilegiado de las hazañas de Isaías hasta el momento en que terminaron. Sucedió uno de esos días que pasan sin dar explicaciones a nadie. Isaías estaba escribiendo en su gran mesa, que había compartido en un principio con otras personas –pues los sitios no sobraban–, hasta que su piel declaró su afición a sudar en exceso cada vez que se concentraba. Dejó la desgastada pluma a un lado, apoyo la cabeza en su taco de folios, y allí quedó, silencioso hasta en su propia muerte. Nadie se dio cuenta, excepto yo. Avisé a los coordinadores, pero se negaron a moverle, Isaías no tenía familia que reclamarlo y se les ocurrió usarlo para dar publicidad al concurso. Allí siguió. Fue una anécdota curiosa durante un tiempo, pero no ayudó a promocionar el evento, y aún así no le movieron. Pasó un tiempo y el concurso desapareció, y como nadie se quería hacer cargo de Isaías, allí sigue, ahora en un edificio abandonado, como una pieza olvidada del museo de los tiempos mejores. Yo voy de vez en cuando para evitar que se marchite –dejaron de tratar su piel cuando se fueron–. 

Al cabo de un tiempo también dejó de interesar su obra inacabada, así que la adquirí y la leí. Para sorpresa mía he de confesar que no me gustó nada. Isaías escribía fatal, salvándose sólo los extraordinarios fragmentos en los que aparecía su perro Mel. Ahora sé que perdió algo más importante de lo que nunca imagino al morir su perro. Su visibilidad.

viernes, 30 de marzo de 2012

Capítulo II


Sentados al calor del  fuego devoraba sardinas envueltas en brillantes latas.

−  ¿Cómo te ha ido la última semana? –me preguntó.

El bidón despedía rollos de humo que serpenteaban en la verticalidad de la fría noche. El sonido del crepitar lleno la mirada del compañero que esperaba mi respuesta de pie, impoluto, al otro lado de la llama. 

−  Te dije que no volvieras. No necesito tu ayuda-. Continué mascando la sardina-. ¿Qué hora es?
El joven danzó con los huesudos dedos alrededor de su estómago, luego sacó  el reloj de bolsillo del interior de su chaqueta.  Me lo mostró sin dejar de escrutarme. 

−  Ya es tarde- dije-, te tienes que ir en 10 minutos o no llegarás- yo no sabía a dónde, pero él lo decía siempre que venía a verme.

−  Exacto, o no llegaré.- torció la boca en una extraña mueca, como enfundándose las palabras, y se guardó el reloj ejecutando de nuevo la danza.

Carraspeó, bajo la mirada y escribió algo en un papel. Luego alzó la caja que protegía entre sus pies y la abrió ante mí.

−  Hoy te traigo un traje tweed.  Creo que te vendrá muy bien. Defectos: es un traje muy pesado y pasado de moda. Virtudes: es de un material tupido. Muy útil para calentar el cuerpo a bajas temperaturas. Su color marrón verdoso hará juego con tus ojos. Además huele a trufas porque alguna vez me lo puse para cocinar. -dejó escapar una sonrisa extravagante que cortó el denso y apacible espíritu del callejón.

Sacó el traje y lo tendió ante mí como lo llevaba haciendo semanas, desde la afortunada  y delirante noche en la que por fin le descubrí,-antes prefería ponérmelos mientras dormía, como un cirujano del buen gusto-.  Desde entonces venía a verme de vez en cuando, me traía alguno de sus obsequiosos regalos, charlábamos un rato –él preguntaba, yo me negaba a responder-, y se iba tras una hora acuciado por las prisas de llegar a “ese lugar” que tan nervioso le ponía. Pero esa noche le notaba diferente, o puede que no, me era imposible saberlo, no le conocía tanto como él parecía conocerme a mí. Me trataba con la mesura y empeño del último giro de taza antes de cogerla por el asa y llevar el café o lo que fuera a los labios.

− ¿Me vas a decir hoy cómo te llamas?- nada, no hubo respuesta-. Debes agradecerme que no te reventara el cráneo aquella noche. Habría estado en mi derecho de hacerlo, porque la calle es mi casa y tú entraste en ella sin permiso. Te habría aplastado la cabeza, aunque la  cuides con mil cremas para exponer en la vitrina de un museo.

−Está bien –respondió inmutable. De nada servían las amenazas, intentara lo que intentara y le dijera lo que le dijera él siempre volvía a reunirse conmigo-. ¿Puedo?- añadió frotándose las manos nudosas en acto de oración-.

−No, hoy no-. Alzó la mirada como si escuchara el eco de las palabras escondido entre los pliegues de mi garganta, saboreando algo diferente de lo que realmente había dicho. No pareció importarle. 
En ocasiones me pedía permiso, con mi consentimiento esta vez, para recortarme y lavar pelo y barba.

−Cuéntame algo sobre tí-insistí- No tienes nada más que un traje muy limpio y sin arrugas –y así era-. Debes vivir bien. Yo hace tiempo me vestía como tú.

− ¿Sí? –me interrumpió. 

−  Sí, iba de aquí para allá con la lengua fuera en busca de un minuto que perder. Ahora me dedico a contemplar como los demás los malgastan.

El joven sacó el reloj de bolsillo –con su correspondiente ritual-.Miró la hora durante unos instantes.

−Ahora-dijo al cabo-. Encantado. Hasta pronto.- Me estrechó la mano, cogió su maletín, se dió la vuelta y echó a andar en la oscuridad sin perder un segundo-.

Yo me quedé en mi callejón, un solitario cuello de botella como dueño de la noche, disfrutando un silencio que él me había robado en parte al irse. Alcé el traje nuevo que me había entregado. Me gustaba más que los anteriores, tenía ese aspecto rutilante y desastrado del viajante centenario cuya vida es pura energía en éxtasis. Me lo probé, me observé en un  sucio espejo que tenía, un pequeño trozo de cristal roto que el mundo me había reservado. El tweed me quedaba realmente bien visto en ese reflejo, y aquel instante parecía cierto como el fuego que las apariencias encauzan la realidad. Me contoneé recordando mi vida pasada, y en uno de estos giros un papel calló al suelo desde un pequeño bolsillito interno. Era una entrada para una obra de teatro que tenía lugar esa misma noche. En el reverso había escrito: “Te espero a la entrada de tu callejón”. Salí del callejón y ahí estaba, apoyado en una farola y tieso como un poste eléctrico.

− ¿Nos vamos?-dijo sonriente.

Miré hacia mi oscuro callejón, mi mansión de cartón, el trastornado fuego... No había nadie, hacía tiempo que no hablaba con mis compañeros. Ahora sólo me hablaba con aquel joven hombre.

−Claro-. Respondí una vez volví en mí.

−Adelante. Te sienta muy bien el traje- añadió mostrándome en otra de las danzas ejecutadas por sus brazos el camino a seguir, como si estuviera abriendo dos enormes portones para los que yo no tenía la llave-. Puedes llamarme Godot -afirmó con sequedad. Nos alejamos entre luces y sombras. Y ese fue nuestro comienzo.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Capítulo I


Si alguna vez en esta vida fui hombre, fue hace ya largo tiempo, cuando aún me alojaba en su vientre. Si alguna vez tuve hogar, hoy no existe espejo en mi memoria capaz de reflejarlo. Si la vida tiene una unidad de medida,  la rebasé en abismos de incertidumbre. Regalé su guía de segundos y me lancé al bullir del mundo.

Vivo en la calle, dicho de otro modo, y mi amanecer sabe a vodka y ceniza, pero sigue levantando este anciano cuerpo todas las mañanas como un girasol. Me conozco las calles como si fueran las venas de un gigante. Si eso fuera así, mi papel sería el de uno de esos obreros del cuerpo que han perdido el oxígeno y lo tiene que limosnear para que las autoridades no le acusen de ser su bacteria. Me llaman “El Papa Noel loco”, porque me parezco a él y porque debo estar loco si siendo Papa Noel he acabado así. Mis comienzos en las calles estuvieron acompañados de una soledad extrema, pero al cabo de no mucho tiempo acabé conociendo a todos los demás compatriotas. Gente sin suelo que definir o que les defina. Es como pertenecer a una gran familia disfuncional. No nos une la vida, nos une la supervivencia.

Ahora mismo no me hablo con nadie. Hace unos cuantos días que despierto envuelto en una ropa que no es mía ¡Incluso me han recortado la barba! Les he preguntado a mis camaradas y nadie sabe nada, solo ríen y siguen bebiendo. He probado a dormir escondido,  cubierto por tantos cartones que amenazaban con sepultarme, pero al despertarme no tardé en darme cuenta del olor a jabón y pasta de dientes que agitaban mi piel y encías. ¡Cómo no me he podido despertar! Bebí whisky, pero no tanto como para sudarlo. Alguien me la está jugando. 

Cada mañana es más extranjera que la anterior. Me asean, me cambian de ropa, e incluso me despierto con libros sobre mi árido vientre. Todos libros de autoayuda. El primero se titulaba “De cómo hacerse amigo de uno mismo”. Lo usé para encender un fuego, así estuve caliente, feliz, y, por lo tanto,  cumplí las premisas del libro. Lástima que a la mañana siguiente me levanté con otro ejemplar de cómo bla bla de la sonrisa y no sé qué para no saltar. Los que no quemo los vendo y me saco un dinero para poder seguir caminando sin arrastrar los pies. No me gusta nada −creo desde el nacimiento­−,  que la gente arrastre los pies, les hacen parecer semillas perdidas dirigidas por las corrientes de la ciudad. Hay que hacerse con cada paso, con las riendas del vaivén de nuestra vida, sin dejar de estar atento al sonido de Eso que se esconde tras ella. Al menos es lo que creo yo. Por eso esta tarde, gracias al dinero del último libro y un poco más que tenía de sus ventas, he comprado un buen surtido de chinchetas, cinta de embalaje y tablas de madera.  Voy a preparar una trampa de guardería para esta noche. Al alba, espero que el pardo sol esté eclipsado por la silueta del culpable.

domingo, 26 de febrero de 2012

Muerte de un viajante

Nací y crecí escribiendo mi propia historia. Con brazo firme apunte con la pluma y disparé rayos de tinta sobre mi vida.

La escribí sin tachones ni espacios para respirar, con comas y puntos mal repartidos. Escuché mucho y hablé poco, alimentando mi lengua con letras mendigas en busca de una palabra donde vivir.

Me casé joven e igual me divorcié, dejando tras de mí dos hijos que me odian porque no les enseñe a preguntar.

No fui yo quien quiso divorciarse,  sino mi mujer, que quiso a un hombre que fue más amable que yo en un momento débil.

Luego fui yo quien se divorció de la vida, llamado por los amplios caminos del mundo. 

Me hice amigo de mis propios ecos, y subraye el silencio de una buena cerveza.

Estuve en muchos lugares. Encallecí dedos, ojos, boca, y conocí a mucha gente. Pero no fue hasta el final, en el último estertor de vida, cuando recordé lo más importante: Que siempre me falto una familia y nunca la busqué.

Ahora, trémulo de miedo e ira, duermo en mi tumba rodeado por el calor de cien familias que brindan en silencio por la flor que me fue arrebatada al nacer.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Personaje en busca de autor

Desde la ventana de un avión observo como un hombre se quita el bombín y saluda a las alturas en mi dirección. No conozco semejante personaje, ni en apariencia ni en semblante, porque es como una hormiga muy grande - y eso es apariencia y no semblante- , que come orugas sobre el peluquín de otro viandante -y en eso es recalcitrante-. Vaya rimas más ripiosas que me salen esta noche, debe ser por el vodka o por el ponche. No me libro de estos versos que sangran en mis manos, porque los apuñalo como si de un villano se tratara… ¡Por fin! Y por un momento vuelvo a la prosa, pero como es sosa me abandona, volviendo al verso que hace la vida más animosa. Y recitándolo como Serrat con almorranas, hago estas Mil y una noches más etérea, escuchando la carcajada del bombín hombre férrea, goteando en mi cabeza por semanas. ¡Qué digo! Se me fue el hilo de estos versiculillos, que ahora veo bajo esas faldas, tan oscuros y escondidos, como la sombra de un revólver sin gatillo guardado en sus bolsillos… Sin mujer y ego no soy persona, un Puñette sin mujeronas no es Puñette, aunque trabajen en las noches de vedette en mil escenarios de cabaret... ¿Qué es el amor? ¿Un espejismo tal vez? Y, si es así, ¿de que tamaño y forma es? Pues los hay curvos que agrandan y otros que empequeñecen, de mejor y peor material, si los enamorados los merecen. El precio lo pone su marco, que de segundos llena el horizonte, plegado de dulces melodías de sinsonte, los ojos que aguardan del mar su barco… Pero, ¿qué fue del bombín que el hombre se quitó?, ¿cómo fue que desde tan baja altura me vió? La respuesta sería difícil, de no ser porque yo ya la supiera, no siendo el avión otra cosa que mi imaginación, que durante el proceso de la creación un personaje febril la descubriera. Ahora me sigue para darle vida, aunque de horrores su alma esté embebida, y mi garganta de clamores que su llama apaga, exhorte a la noche que tanto aguarda en su soñar definitivo. Quién podría ser este hombre propietario de un nombre más que Conciencia, siendo el de su bombín la Culpa, que se quita y pone como al plato su especia. Pero calmo, a gran altura sobre él, no puede alcanzarme, aunque alquile barcos y corte la frontera que busca sisar su mano artera, hermana de la mía, esperando a que, por cansancio o por desgaste, aterrice al desarmarme. Pero del avión del verso en su suave caída, saldrá Puñette con nariz de payaso ungida, exclamando al hombre del bombín y a su ropa raída:


“¡Toma el dinero para comprarte un traje nuevo, que si vas a ser personaje en conciencia mía, que juzgará mis palacios y calles baldías, más vale que aprendas a mirar sin ningún peso, que escape de su balanza tu justicia, y con lustre en tus zapatos, que tuerzan mis noches en días, me susurres entre dientes los brillos por los que peco, más que por costumbre por albricia, sin que nadie lo sospeche, pues vas bien vestido, y eso en este avión siempre es bienvenido!”