Sentados al calor del fuego devoraba sardinas envueltas en
brillantes latas.
− ¿Cómo
te ha ido la última semana? –me preguntó.
El bidón despedía rollos de humo que serpenteaban en la
verticalidad de la fría noche. El sonido del crepitar lleno la mirada del
compañero que esperaba mi respuesta de pie, impoluto, al otro lado de la llama.
− Te dije que no
volvieras. No necesito tu ayuda-. Continué mascando la sardina-. ¿Qué hora es?
El joven danzó con los huesudos dedos alrededor de su
estómago, luego sacó el reloj de
bolsillo del interior de su chaqueta. Me
lo mostró sin dejar de escrutarme.
− Ya es tarde-
dije-, te tienes que ir en 10 minutos o no llegarás- yo no sabía a dónde, pero él
lo decía siempre que venía a verme.
− Exacto, o
no llegaré.- torció la boca en una extraña mueca, como enfundándose las
palabras, y se guardó el reloj ejecutando de nuevo la danza.
Carraspeó, bajo la mirada y escribió algo en un papel. Luego
alzó la caja que protegía entre sus pies y la abrió ante mí.
− Hoy te traigo un
traje tweed. Creo que te vendrá muy bien. Defectos: es un
traje muy pesado y pasado de moda. Virtudes: es de un material tupido. Muy útil
para calentar el cuerpo a bajas temperaturas. Su color marrón verdoso hará
juego con tus ojos. Además huele a trufas porque alguna vez me lo puse para
cocinar. -dejó escapar una sonrisa extravagante que cortó el denso y apacible
espíritu del callejón.
Sacó el traje y lo tendió ante mí como lo llevaba haciendo
semanas, desde la afortunada y delirante
noche en la que por fin le descubrí,-antes prefería ponérmelos mientras dormía,
como un cirujano del buen gusto-. Desde
entonces venía a verme de vez en cuando, me traía alguno de sus obsequiosos
regalos, charlábamos un rato –él preguntaba, yo me negaba a responder-, y se
iba tras una hora acuciado por las prisas de llegar a “ese lugar” que tan
nervioso le ponía. Pero esa noche le notaba diferente, o puede que no, me era
imposible saberlo, no le conocía tanto como él parecía conocerme a mí. Me trataba
con la mesura y empeño del último giro de taza antes de cogerla por el asa y
llevar el café o lo que fuera a los labios.
− ¿Me vas a decir hoy cómo te llamas?- nada, no hubo
respuesta-. Debes agradecerme que no te reventara el cráneo aquella noche.
Habría estado en mi derecho de hacerlo, porque la calle es mi casa y tú
entraste en ella sin permiso. Te habría aplastado la cabeza, aunque la cuides con mil cremas para exponer en la
vitrina de un museo.
−Está bien –respondió inmutable. De nada servían las
amenazas, intentara lo que intentara y le dijera lo que le dijera él siempre
volvía a reunirse conmigo-. ¿Puedo?- añadió frotándose las manos nudosas en
acto de oración-.
−No, hoy no-. Alzó la mirada como si escuchara el eco de las
palabras escondido entre los pliegues de mi garganta, saboreando algo diferente
de lo que realmente había dicho. No pareció importarle.
En ocasiones me pedía permiso,
con mi consentimiento esta vez, para recortarme y lavar pelo y barba.
−Cuéntame algo sobre tí-insistí- No tienes nada más que un traje
muy limpio y sin arrugas –y así era-. Debes vivir bien. Yo hace tiempo me
vestía como tú.
− ¿Sí? –me interrumpió.
− Sí, iba de aquí
para allá con la lengua fuera en busca de un minuto que perder. Ahora me dedico
a contemplar como los demás los malgastan.
El joven sacó el reloj de bolsillo –con su correspondiente
ritual-.Miró la hora durante unos instantes.
−Ahora-dijo al cabo-. Encantado. Hasta pronto.- Me estrechó
la mano, cogió su maletín, se dió la vuelta y echó a andar en la oscuridad sin perder
un segundo-.
Yo me quedé en mi callejón, un solitario cuello de botella como
dueño de la noche, disfrutando un silencio que él me había robado en parte al
irse. Alcé el traje nuevo que me había entregado. Me gustaba más que los
anteriores, tenía ese aspecto rutilante y desastrado del viajante centenario cuya
vida es pura energía en éxtasis. Me lo probé, me observé en un sucio espejo que tenía, un pequeño trozo de
cristal roto que el mundo me había reservado. El tweed me quedaba realmente bien visto en ese reflejo, y aquel
instante parecía cierto como el fuego que las apariencias encauzan la realidad.
Me contoneé recordando mi vida pasada, y en uno de estos giros un papel calló
al suelo desde un pequeño bolsillito interno. Era una entrada para una obra de
teatro que tenía lugar esa misma noche. En el reverso había escrito: “Te espero
a la entrada de tu callejón”. Salí del callejón y ahí estaba, apoyado en una
farola y tieso como un poste eléctrico.
− ¿Nos vamos?-dijo sonriente.
Miré hacia mi oscuro callejón, mi mansión de cartón, el trastornado
fuego... No había nadie, hacía tiempo que no hablaba con mis compañeros. Ahora
sólo me hablaba con aquel joven hombre.
−Claro-. Respondí una vez volví en mí.
−Adelante. Te sienta muy bien el traje- añadió mostrándome en
otra de las danzas ejecutadas por sus brazos el camino a seguir, como si estuviera
abriendo dos enormes portones para los que yo no tenía la llave-. Puedes llamarme
Godot -afirmó con sequedad. Nos alejamos entre luces y sombras. Y ese fue nuestro
comienzo.
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