Si alguna vez en esta vida fui hombre, fue hace ya largo tiempo, cuando aún me alojaba en su vientre. Si alguna vez tuve hogar, hoy no existe espejo en mi memoria capaz de reflejarlo. Si la vida tiene una unidad de medida, la rebasé en abismos de incertidumbre. Regalé su guía de segundos y me lancé al bullir del mundo.
Vivo en la calle,
dicho de otro modo, y mi amanecer sabe a vodka y ceniza, pero sigue levantando
este anciano cuerpo todas las mañanas como un girasol. Me conozco las calles
como si fueran las venas de un gigante. Si eso fuera así, mi papel sería el de
uno de esos obreros del cuerpo que han perdido el oxígeno y lo tiene que
limosnear para que las autoridades no le acusen de ser su bacteria. Me llaman
“El Papa Noel loco”, porque me parezco a él y porque debo estar loco si siendo
Papa Noel he acabado así. Mis comienzos en las calles estuvieron acompañados de
una soledad extrema, pero al cabo de no
mucho tiempo acabé conociendo a todos los demás compatriotas. Gente sin suelo
que definir o que les defina. Es como pertenecer a una gran familia
disfuncional. No nos une la vida, nos une la supervivencia.
Ahora mismo no me hablo con nadie. Hace unos cuantos días
que despierto envuelto en una ropa que no es mía ¡Incluso me han recortado la
barba! Les he preguntado a mis camaradas y nadie sabe nada, solo ríen y siguen
bebiendo. He probado a dormir escondido,
cubierto por tantos cartones que amenazaban con sepultarme, pero al
despertarme no tardé en darme cuenta del olor a jabón y pasta de dientes que
agitaban mi piel y encías. ¡Cómo no me he podido despertar! Bebí whisky, pero
no tanto como para sudarlo. Alguien me la está jugando.
Cada mañana es más extranjera que la anterior. Me asean, me
cambian de ropa, e incluso me despierto con libros sobre mi árido vientre. Todos
libros de autoayuda. El primero se titulaba “De cómo hacerse amigo de uno
mismo”. Lo usé para encender un fuego, así estuve caliente, feliz, y, por lo
tanto, cumplí las premisas del libro.
Lástima que a la mañana siguiente me levanté con otro ejemplar de cómo bla bla de la sonrisa y no sé qué para no saltar. Los que no
quemo los vendo y me saco un dinero para poder seguir caminando sin arrastrar
los pies. No me gusta nada −creo desde el nacimiento−, que la gente arrastre los pies, les hacen
parecer semillas perdidas dirigidas por las corrientes de la ciudad. Hay que
hacerse con cada paso, con las riendas del vaivén de nuestra vida, sin dejar de
estar atento al sonido de Eso que se esconde tras ella. Al menos es lo que creo yo.
Por eso esta tarde, gracias al dinero del último libro y un poco más que tenía de sus ventas,
he comprado un buen surtido de chinchetas, cinta de embalaje y tablas de
madera. Voy a preparar una trampa de
guardería para esta noche. Al alba, espero que el pardo sol esté eclipsado por
la silueta del culpable.
"Un buen comienzo, es un final con éxito"
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