miércoles, 14 de marzo de 2012

Capítulo I


Si alguna vez en esta vida fui hombre, fue hace ya largo tiempo, cuando aún me alojaba en su vientre. Si alguna vez tuve hogar, hoy no existe espejo en mi memoria capaz de reflejarlo. Si la vida tiene una unidad de medida,  la rebasé en abismos de incertidumbre. Regalé su guía de segundos y me lancé al bullir del mundo.

Vivo en la calle, dicho de otro modo, y mi amanecer sabe a vodka y ceniza, pero sigue levantando este anciano cuerpo todas las mañanas como un girasol. Me conozco las calles como si fueran las venas de un gigante. Si eso fuera así, mi papel sería el de uno de esos obreros del cuerpo que han perdido el oxígeno y lo tiene que limosnear para que las autoridades no le acusen de ser su bacteria. Me llaman “El Papa Noel loco”, porque me parezco a él y porque debo estar loco si siendo Papa Noel he acabado así. Mis comienzos en las calles estuvieron acompañados de una soledad extrema, pero al cabo de no mucho tiempo acabé conociendo a todos los demás compatriotas. Gente sin suelo que definir o que les defina. Es como pertenecer a una gran familia disfuncional. No nos une la vida, nos une la supervivencia.

Ahora mismo no me hablo con nadie. Hace unos cuantos días que despierto envuelto en una ropa que no es mía ¡Incluso me han recortado la barba! Les he preguntado a mis camaradas y nadie sabe nada, solo ríen y siguen bebiendo. He probado a dormir escondido,  cubierto por tantos cartones que amenazaban con sepultarme, pero al despertarme no tardé en darme cuenta del olor a jabón y pasta de dientes que agitaban mi piel y encías. ¡Cómo no me he podido despertar! Bebí whisky, pero no tanto como para sudarlo. Alguien me la está jugando. 

Cada mañana es más extranjera que la anterior. Me asean, me cambian de ropa, e incluso me despierto con libros sobre mi árido vientre. Todos libros de autoayuda. El primero se titulaba “De cómo hacerse amigo de uno mismo”. Lo usé para encender un fuego, así estuve caliente, feliz, y, por lo tanto,  cumplí las premisas del libro. Lástima que a la mañana siguiente me levanté con otro ejemplar de cómo bla bla de la sonrisa y no sé qué para no saltar. Los que no quemo los vendo y me saco un dinero para poder seguir caminando sin arrastrar los pies. No me gusta nada −creo desde el nacimiento­−,  que la gente arrastre los pies, les hacen parecer semillas perdidas dirigidas por las corrientes de la ciudad. Hay que hacerse con cada paso, con las riendas del vaivén de nuestra vida, sin dejar de estar atento al sonido de Eso que se esconde tras ella. Al menos es lo que creo yo. Por eso esta tarde, gracias al dinero del último libro y un poco más que tenía de sus ventas, he comprado un buen surtido de chinchetas, cinta de embalaje y tablas de madera.  Voy a preparar una trampa de guardería para esta noche. Al alba, espero que el pardo sol esté eclipsado por la silueta del culpable.

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